Ruinas,
escombros que cubrían unas calles que suspiraban por su pasado; bebés llorando
por la ausencia de sus madres, madres suplicando por una señal de sus hijos.
Miseria, destrucción, caos…muerte. Mis ojos no eran capaces de abarcar tanta
desolación, mis lagrimales no daban a vasto, y mis retinas… en mi retina
siempre quedaría grabado aquel panorama que se abría ante mí. Imágenes que
removían las entrañas, sentimientos que te golpeaban hasta dejarte sin
respiración, emociones tan fuertes que se confundían formando un cuadro difícil
de plasmar. Llegué a la escena tan sólo 20 minutos después del atentado. 20
minutos, 1200 segundos que de normal parecen insignificantes, pero que en
aquellas situaciones, podían costar la vida a los que aún no habían recibido
atención médica.
Eché
un último vistazo, esta vez intentando captar los detalles que había dejado
escapar presa de la consternación. Era mi primera cobertura como reportera de
campo, había mucho que asimilar. Pensé en mi familia, toda a salvo en España,
viviendo una vida con la que muchos sirios no podrían soñar, pero con la que
muchos europeos no se conformarían. Una vida sencilla, humilde, fuera de todo
lujo pero también de toda guerra. En aquel momento, una imagen se cruzó ante mí
y me despertó de aquella ensoñación, no había lugar para la añoranza en aquel
sinfín de sufrimiento, qué egoísta estaba siendo. Aquella sombra se fue
materializando conforme fijaba mi atención en ella. Un niño de unos doce años
intentaba arrastrar, sin éxito, un cuerpo mucho más voluminoso y pesado que el
suyo. Era una tarea imposible, pero el joven héroe no desistía de su tarea y,
por el matiz de decisión que vislumbré en su mirada, supe que no lo haría.
Observé el paisaje y me di cuenta de cuál era el objetivo del chico, sólo unos
metros más allá, se encontraba lo que podría suponerles la salvación. Una
entrada subterránea que parecía poder protegerles de cualquier catástrofe
venidera. Antes de que mi equipo se pudiese
percatar de mis intenciones e intentasen detenerme, corrí hacia ellos. No sé
qué me impulsó, no sé qué me hizo olvidarme de todo para lanzarme hacia
aquellos dos niños desvalidos. Tenía los sentidos nublados, ni siquiera
escuchaba los gritos de mis compañeros cuando me vieron alejarme de ellos. No
recordaba dónde estaba, no recordaba el por qué, ni siquiera estaba segura de
recordar mi nombre. Sólo ellos importaban.
El
niño se percató de mi presencia y me dedicó una breve mirada, la decisión se
había convertido en miedo, tiró de nuevo del cuerpo que yacía inconsciente a
sus pies, parecía exhausto, debía estarlo. Llegué a su lado y, sin decir nada,
metí mi cuerpo bajo el hombro del chico al que había que ayudar y empecé a
caminar con toda la energía que fui capaz. Justo entonces, un estruendo cómo
jamás he escuchado, retumbó a nuestras espaldas. Sentí un golpe seco en el
torso, me desperté de aquella ensoñación suicida, pensaba que sería el final,
que algún escombro me había golpeado y que no tardaría mucho en quedar
enterrada bajo una tumba macabra e
irregular. Otro golpe. Cierto es que no vi una retahíla de imágenes como se
cuenta en las películas, pero sí pensé en mi familia, sí pensé en mi vida, y sí
reconocí, que si debía morir antes de tiempo, agradecía que fuese haciendo lo
que amo. Un tercer golpe, esta vez más fuerte, me hizo perder el equilibrio y
caí hacía atrás sin ningún tipo de control. Noté cómo, por unos instantes,
flotaba, era como si pudiese volar, si aquello era morir, no me importaría
hacerlo cientos de veces. Tristemente, aquella paz duró poco, mi cabeza que
llevaba la delantera al resto de mi cuerpo, se encontró con una esquina afilada
en su camino al “cielo”, volví a la realidad. Sentí cómo un hilo de sangre se
deslizaba por mi cuello, los muertos no sangraban, seguía viva. No pude
reflexionar mucho sobre aquella repentina resurrección, ya que a la primera
esquina la siguieron una sucesión de escalones que parecía no tener fin.
Después de unos segundos que parecieron horas, llegué a final del escabroso
trayecto. Al fin en tierra firme, al fin en un suelo sin ningún tipo de
inclinación que jugase con la gravedad y mi cuerpo. Estaba un poco mareada,
decidí no moverme hasta que menguara un poco la desorientación. Hice un rápido
chequeo de mi cuerpo, parecía la caída no me había dejado ninguna secuela
grave, sólo alguna que otra contusión y aquel corte en la cabeza que ya se
estaba transformando en un chichón de tamaño considerable. Me incorporé
lentamente, aun me notaba indispuesta, pero necesitaba hacerme una idea de
dónde estaba y cuál era mi situación. Ya sentada, distinguí una sombra que
bajaba tranquilamente por las escaleras, no podía ver su expresión pero
desprendía una calma abrumadora para una situación cómo aquella. A pesar de que
se estaba acercando hacia mi posición, la oscuridad seguía sin permitirme
distinguir sus facciones. Encendió una linterna, le reconocí, era el niño al
que había intentado ayudar.
-
¿Estás bien?, no
sabía si habrías sobrevivido a la caída- me preguntó en un perfecto español con
cierto deje arábigo.
Ya
fuese por los golpes o la confusión, todo mi conocimiento lingüístico parecía
haberse desvanecido. Escondido en algún lugar de mi mente, no me dejaba
contestar con palabras coherentes a su pregunta. Me limité a asentir con la
cabeza. Sin añadir nada, comenzó a examinarme el cuerpo con sumo cuidado: me
levantaba el brazo, lo movía, comprobaba mi reacción, no dejaba nada al azar.
Parecía saber exactamente lo que estaba haciendo, así que le dejé actuar sin
oponer ninguna resistencia.
-
Creo que le has hecho
tú más daño a la escalera que ella a ti- rió- sólo tendremos que vigilar esa
herida de la cabeza, quizá necesites puntos.
Algo
en su voz llamó mi atención. Había percibido un detalle en ésta que, junto a
sus facciones, no concordaban con su aspecto y la primera impresión que despertaba.
-
¿Cómo te llamas, y
cómo hablas tan bien español?- al parecer la curiosidad había conseguido
activar esa parte de mi cerebro que había permanecido bloqueada.
-
Soy Amal, encantada
de conocerte. Mi español es por mi madre, era valenciana, pero se vino a vivir
aquí por amor. Por lo que veo en tu identificación tú eres Lucía- me tendió la
mano y se la acepté con una sonrisa sincera.
Había
sido fácil desentrañar el misterio de la disonancia que creaba aquella persona.
Desde un principio, había dado por hecho por su pelo corto y su actitud, que
era un muchacho, había descartado por completo cualquier otra posibilidad. Y
ahí estaba, mirándome a los ojos, rompiendo todos los esquemas que había
formado respecto a ella. El niño que había tratado de ayudar a un compañero,
era en realidad la niña que había tratado de ayudar a un compañero…el
compañero.
-
Amal, ¿has
conseguido…?
-
No- me interrumpió-
no hubiese sido capaz de llegar hasta aquí antes de que la tercera bomba
explotase si hubiese seguido cargando con su peso.
-
¡Qué lástima!, tanto
esfuerzo para nada- pensé en voz alta.
-
No ha sido en vano-
me di cuenta de que me había ido de la lengua- esta vez no lo he conseguido,
pero hay mucha gente a la que ayudar ahí fuera. Con él no he podido hacer nada,
pero gracias a que he tomado la decisión de dejarlo atrás, nos he salvado a ti
y a mí.
Hablaba
con una madurez y una coherencia inconcebible para alguien de esa edad.
-
¿A mí?- pregunté
consternada.
-
Eh… sí… verás- se
estaba ruborizando, apunté ese dato en mi mente, no se sentía cómoda con los
halagos – estabas parada a unos pasos de la entrada, parecías una momia;
inmóvil, no reaccionabas ante nada. Te he tenido que empujar con todas mis
fuerzas para meterte en este agujero, y sólo a la tercera vez he conseguido
moverte. Siento la brusquedad y los moretones, pero era imposible hacerlo de
otra forma. Tenía que actuar rápido.
Pensé
en las implicaciones de aquella revelación. En aquel caos de explosiones y
ruidos, había otorgado a aquellos golpes el papel de la muerte cuando, en
realidad, me habían regalado la vida. Los ángeles sí que existían, y yo tenía a
mi lado a uno de ellos. Me imaginé que era un querubín en prácticas jugándose
las alas, si así era, conmigo las tenía aseguradas.
-
Me has salvado la
vida, no sé cómo agradecértelo.
-
Bueno… más bien te he
empujado porque me bloqueabas la entrada a la puerta- respondió acompañando sus
palabras con una sonrisa pícara- me lo puedes agradecer perdiendo peso para la
próxima, que no veas cómo pesas.
Cada
vez le cogía más cariño a aquella niña de innumerables contradicciones. Tenía
un aspecto feroz, pero una mirada dulce y comprensiva; se preocupaba hasta el
extremo por los demás, pero no parecía tener a nadie; te intentaba tranquilizar
dedicándote palabras de consuelo, pero de vez en cuando daba rienda suelta a su
lengua viperina. Feroz, comprensiva, solidaria, solitaria, amable, sarcástica.
Ardía en deseos de seguir conociéndole para descubrir nuevas discrepancias.
-
Creo que esta vez el
atentado ha sido gordo. He contado al menos cuatro explosiones.
Se
le notaba apenada. Se podía palpar su rabia por no poder hacer nada contra
aquella injusticia. ¿De dónde había salido aquella niña de coraje adolescente y
sabiduría adulta?
“El arte de la guerra” pensé para mis
adentros. Detrás de toda la muerte, destrucción y sufrimiento, había unas
mentes entrenadas que decidían cuándo, cómo y dónde golpear en cada momento.
Mensajes ocultos, guerrillas callejeras, chantaje, dinero negro… todo
ramificaciones que formaban parte de un todo manejado por menos gente de la que
cabría esperar. Todo dirigido por los intereses de personas que hacen creer a
sus subordinados, que comparten un objetivo común. Mentes vacías, cerebros
lavados, marionetas de simples personas jugando a ser Dioses. Qué triste era el
arte de la guerra. Qué macha tan horrenda para el nombre del arte.
Nos
quedamos en silencio, yo con mis reflexiones, ella seguramente recordando todo
lo que había presenciado a su corta edad. Miré a mí alrededor, la linterna que
Amal sostenía, me permitía ver un poco más allá de nuestra posición. No
conseguía identificar el lugar, pero en algún recoveco de mi memoria me quería
sonar familiar.
-
¿Dónde estamos
exactamente, Amal?
-
¡Ah!, esto, es la
primera excavación que se hizo del proyecto “Damascus metro”. Se hizo en 2013,
pero la guerra no permitió hacer ningún avance más que algún agujero suelto por
la ciudad
El
metro “Damascus”… sí, recordaba haber leído algo antes de coger el avión. Era
un proyecto ambicioso: cuatro líneas de metro divididas en diecisiete
estaciones a lo largo de la ciudad. Habría supuesto muchas facilidades para los
habitantes de la ciudad. Pero como muchas otras cosas con el estallido de la
guerra, había quedado en el olvido. Los ciudadanos tenían cosas mucho más
importantes en las que pensar que en cómo ir de un lugar a otro y, por otro
lado, el gobierno estaba demasiado sumido en su guerra como para recordar un
proyecto tan banal.
Me
incorporé con una lentitud propia de quien se acaba de levantar después de un
sueño profundo. Había tenido un pálpito y necesitaba ir a comprobarlo. Sólo
tuve que dar unos pasos hasta llegar a las escaleras que minutos atrás me
habían visto caer. Miré hacia arriba. Se confirmaron mis sospechas. Donde
tendría que haber una luz cegadora después de la absoluta oscuridad, encontré
una montaña de escombros que bloqueaba completamente la salida y el tan ansiado
sol.
-
Amal, tenemos
problemas.
-
¿Qué pasa?
-
La salida, está
bloqueada, y los bloques de hormigón son demasiado grandes como para poder
moverlos.
-
Ya, no pasa nada. Así
si nos morimos no hace falta que nos entierren.
No
me esperaba su respuesta, parecía no entender la gravedad de la situación.
Estábamos atrapadas a metros de la superficie. Sin cobertura, sin más comida
que una barrita energética y un plátano que guardaba en mi mochila y, aunque
gritásemos, sólo conseguiríamos escuchar el eco de nuestra propia voz. Ni
siquiera ella, con esa actitud tan resuelta, podría estar tan tranquila. A no
ser que…
-
¿Conoces otra salida,
verdad?
Amal
empezó a reírse como si le hubiesen contado el mejor chiste del mundo o si
acabase de presenciar una gran caída de las que protagonizan los zapping en la
TV.
-
Tendrías que haber
visto la cara que has puesto. Y yo que pensaba que los occidentales no os
podíais poner más blancos.
Me
la había jugado a base de bien. Le observé. No me podía enfadar con ella, la
risa que había conseguido sacarle compensaba el susto que me había llevado.
-
Cuando me enteré de
que esta entrada había quedado al descubierto, decidí acercarme a examinar el
terreno. No sabía que me encontraría, pero descubrí que era muy útil para
desplazarme por la ciudad. Hay una excavación que nos deja a tan sólo dos calles
de mi casa.
-
¿Viniste aquí sola?- pregunté alarmada- ¡Por
Dios, si te podrían haber matado!
-
Estamos en guerra
Lucía, aquí cada vez que sales de casa te arriesgas a que sea la última vez. Yo
no salgo a buscar el riesgo, salgo a buscar oportunidades.
-
Touché- una vez más
me había dejado sin habla.
-
Venga, pongámonos en
marcha, que aún queda mucho día por delante.
¿Mucho
día por delante? A lo único que quería dedicar las horas restantes hasta el
anochecer, era llenarme la bañera del hotel, demorarme en ella hasta que mis
huellas dactilares pareciesen pasas, y enfundarme mi pijama para, acto seguido,
enrollarme entre las sábanas.
Aceleré
el paso hasta ponerme a su altura y así, vagando por la oscuridad, emprendimos
una marcha hacia lo desconocido.
No
sé cuánto tiempo estuvimos caminando, pero no se me hizo pesado, estuvimos
hablando todo el camino. Su discurso era tan intenso e interesante que
consiguió atenuarme el cansancio. Una vez en la superficie, a mis ojos les
costó un poco acostumbrarse a aquel estrepitoso cambio. Amal me condujo por
unas calles que, a pesar de la hora, estaban desiertas, no se escuchaba un
alma, parecía un pueblo fantasma. Entramos por una puerta entreabierta que
conducía a una gran mansión. A pesar de lo imponente que parecía haber sido en
un pasado no muy lejano, ahora se mostraba medio derruida y abandonada. Amal me
condujo hasta una habitación del piso de arriba, el interior estaba igual de
desatendido que la fachada, pero aquel cuarto era diferente, sí parecía un
hogar.
-
Bienvenida a mi casa.
Miré
alrededor, aquella estancia desprendía una personalidad inconfundible, aquellas
cuatro paredes estaban teñidas con su alma. Identifiqué un Hiyab colgado en una
percha. Me sorprendió. Entonces recordé que el nombre de Amal era musulmán.
-
¿Eres musulmana?-
pregunté esperando no ofenderla por mi brusquedad.
-
¡Ah, eso!- dijo
refiriéndose a la prenda a la que no paraba de mirar- no, no soy musulmana, lo
tengo para cuando quiero pasar desapercibida o no quiero que me reconozcan.
-
¿Pero Amal es un
nombre musulmán, verdad? ¿Eres cristiana entonces?
-
Sí es un nombre de
origen musulmán, pero me lo pusieron porque significa esperanza, la palabra más
bella de nuestro vocabulario. Tampoco soy cristiana. Mis padres creían en un
Dios, yo creo en un Dios, pero no en el que las religiones oficiales nos
quieren vender. Yo tengo mi propio Dios, y cada persona debería ser libre de
crear en su mente su figura divina. Una divinidad que nos inspire para ser
mejores personas, y que nunca nos haga hacer daño a los demás en su nombre.
Desde
luego aquella niña debía tener unos padres increíbles para haberse desarrollado
de aquel modo. Qué madurez. Qué razón. No me cansaré de repetirlo. Ni siquiera
tenía miedo de tener su propia forma de pensar y hacer. Cosa muy extraña en un
mundo en el que parece que luchemos por parecernos a la mayoría y así pasar
desapercibidos.
Decidí
pasar a la acción, saber más sobre su opinión sobre la guerra.
-
¿Y para ti quienes
son los malos en esta guerra de Siria?
-
Los malos son todos
aquellos que deciden hacer daño a inocentes como solución a simples problemas
burocráticos o religiosos. Aquellos que se cobran la vida de la gente como si
fuesen ganado. No sólo me preocupa la guerra de Siria, me preocupa el mundo de
la luz en sí.
-
¿El mundo de la luz?-
me había perdido en su razonamiento.
-
Sí, es el mundo en el
que he decidido vivir. Mi padre me habló de él cuando era apenas un bebé.
Consiste en ver el mundo con otros ojos, con el brillo de la luz. Un lugar en
el que el bien prevalece, donde la desgracia siempre da lugar a la esperanza de
que un mundo mejor es posible. Es mi mundo.
Pensé
que estaba usando la imaginación para no ver la auténtica realidad. Pero me
gustaba aquella forma de pensar, era original y beneficiosa para todos.
-
¿Dónde están tus
padres?
-
Murieron hace un año-
la neutralidad de su tono me impactó- verás, eran gente muy poderosa, y cuando
estalló la guerra decidieron invertir su dinero en hospitales benéficos en
lugar de en armas para cualquiera de los bandos. Esto cabreó a ambos lados y
decidieron sacrificarlos. No se sabe quién fue, pero no me importa, lo que me
interesa es continuar su legado, ayudar a todas las personas a las que pueda.
Su
historia era horrorosa, pero en lugar de venirse abajo, había cogido fuerzas
para hacer el bien. Impresionante.
-
No estoy sola, si es
lo que te preocupa, muchos aliados de mis padres me ayudan en mi día a día. Sin
embargo, algunos enemigos saben que yo tengo la herencia y quieren deshacerse
de mí. Pero no me preocupa, no mientras tenga la luz de mi lado.
Se
me ocurrió una idea genial.
-
¿Te importaría si
paso un día contigo y lo grabo para mostrarle a España tu realidad?
-
Sería un honor.
Conseguí
contactar con mi equipo a través del hotel, pude oír sus llantos de alivio al
saber que no había muerto. No habían sabido nada de mí desde la explosión. Les
conté la idea, les encantó. Nos pusimos manos a la obra.
Pasamos
el día ayudando a gente, era increíble la cantidad de personas que necesitaban
que alguien arrimase un hombro. Me sorprendí al ver que, a veces, con un simple
gesto, podías cambiarle el ánimo a una persona deshecha por las circunstancias.
Ya teníamos material suficiente, al día siguiente grabaríamos unas últimas
imágenes y una declaración de Amal.
Hacía
un día perfecto para acabar el documental, Amal estaba sentada en una silla de
madera, los pequeños focos le apuntaban directamente, no estaba nerviosa.
Empezó a hablar, me maravilló tanto cómo la primera vez que la había escuchado.
De pronto, un ruido sordo, confusión, gritos, desesperación. Miré a la silla
con ansiedad, Amal ya no se encontraba sobre ella. Corrí, corrí como no me veía
capaz con mi estado físico. Un tiro, un cobarde tiro le había acertado en el
estómago.
-
¡Amal, Amal!, no
duermas, escúchame todo va a salir bien. Lo siento, lo siento.
-
Lucía, no te preocupes,
este es mi final, lo sé, lo percibo. Ellos lo han conseguido. Pero no te
apenes, a mis 13 años he vivido más de lo que jamás podría haber soñado. Estate
tranquila, que aun en la muerte, tan oscura y solitaria, veo la luz, veo a mis
padres esperándome, no tengo miedo. Gracias.
Y
entonces ocurrió, no sé si fue fruto de mi imaginación pero me pareció que por
momentos brillaba con el halo de un ángel. Lloré, lloré como hacía tiempo no lo
hacía, aquel ser tan maravilloso nos había dejado.
Pasaron
los días, pero su recuerdo no se apagó, su
documental salió y fue un éxito rotundo. Aunque habían intentado acabar
con ella, sólo consiguieron que brillase en millones de corazones alrededor de
mundo. Ella se convirtió en la luz de Damasco, y gente como ella, será la luz que ilumine
el mundo.